Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial: 7° La verdadera puñalada

A fines de abril de 1918, concluida la ofensiva alemana, era el momento de reconocer la derrota y sacar conclusiones. La ofensiva le costó a Alemania miles de hombres irremplazables, y el frente quedó debilitado; una nueva ofensiva era imposible. Por su parte, los norteamericanos llegaban de a miles cada mes; en octubre de 1818 hubo un millón y medio de soldados de EEUU en Francia. Tarde o temprano la dormida superpotencia –y sus frescos y descansados hombres– acabaría copando cualquier resistencia germana.


En mayo de 1818 los alemanes contaban con unos cuatro millones de soldados, tres millones en el Oeste y uno en el Este. Eran tropas cansadas y extenuadas, aunque invictas, y serían capaces de resistir al menos por un año, más no lanzarse a una nueva ofensiva. En efecto, desde el punto de vista militar era necesario reducir el frente occidental y movilizar defensas en el sur. Desde el punto de vista político había que ceder ante los aliados y así evitar, en rigor, imposiciones más duras en caso de pérdida total. En síntesis, Alemania debía retirarse de Francia, Bélgica y Luxemburgo y, a ser posible, de Alsacia y Lorena. Sin embargo, la incapacidad interna de reconocer ante sí mismos la realidad y asumir el fracaso de sus planes les inhibía concebir algún plan para la defensa del país (que hubiese sido tal vez popular) y una retirada estratégica de las fuerzas en el frente occidental.


La derrota alemana de 1918 se produjo en tres fases: desde fines de abril a mediados de junio, tiempo en que ni el enemigo ni el pueblo alemán sabían que el fin estaba cerca; desde julio a fines de septiembre, tiempo de las derrotas militares germanas y las retiradas forzosas, los aliados comenzaron a caer y el pueblo constató la difícil situación: Ludendorff fue ahora consciente de la derrota, pero se empeñó en mantener Bélgica y parte de Francia; la última fase comenzó el 29 de septiembre, cuando el mando del Ejército obligó al Gobierno imperial vía ultimátum a pedir a Wilson un alto al fuego, fue entonces cuando todos supieron todo. Ludendorff, que ya a esas alturas controlaba Alemania.
Soldados británicos en una trinchera durante 
la Batalla de Cambrai (1818)

Tanque británico Mark IV

En síntesis, Haffner culpa a Ludendorff de no tomar el camino adecuado. Ludendorff debió abandonar Francia y Bélgica a principios de mayo con el fin de organizar la defensa del Rin, algo lógico desde el punto de vista militar y diplomático, pues su única esperanza era alcanzar una paz vencedora, la cual sólo desde una posición fuerte podría lograr. Sin embargo, como se nombró anteriormente, no quiso abandonar Bélgica ni Francia. El último error más grave de Ludendorff fue pedir públicamente y sin ningún tipo de preparación política, el alto al fuego el 29 de septiembre, lo que desmotivó a la nación y evidenció a los aliados la debilidad germana, lo que, a la postre, determinaría la dureza de las condiciones de paz y las retribuciones de guerra.

Ya en noviembre las principales autoridades del Imperio se habían marchado (Guillermo II, los ministros burgueses, el Canciller, incluso Ludendorff). Sólo quedaron en el gobierno los socialdemócratas "enemigos del Reich y de la guerra"; ellos tuvieron que gobernar con la derrota encima. Un año después, muchos de los que huyeron regresaron acusando a los socialdemócratas de traidores, quienes habían "apuñalado por la espalda al frente victorioso" y provocado la derrota. Miles de alemanes, confusos y perturbados por la inesperada derrota, buscando culpables, atribuyeron la culpa a los socialdemócratas (así como a los judíos y los masones). Los culpables, que volvieron de una vergonzosa huida, dividieron al país y lo volvieron contra sí mismo; esa fue la verdadera puñalada.


Fuente: Haffner, S. (1964) Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial.

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